miércoles, 17 de octubre de 2012

NACIONALISMOS Y VERTEBRACIÓN DEL ESTADO

Siendo abiertamente pesimistas por la situación que atravesamos en la actualidad en lo que se refiere al debate sobre el modelo territorial en España, podríamos calificar lo que sucede en Catalunya como lo que Menéndez Pidal tildó de “fuerza centrífuga”, que él advierte instaurada en la historia española desde mediados del XIX y que a su juicio “es algo nuevo, surgido espontáneamente como una secuela conjunta al gran desconcierto y a la debilitación moral y material en que el país se ve sumido”. Algo destinado a reaparecer “en cada momento de gran debilidad nacional”, impulsado “por un eco lejano del ideario romántico” o “por el deseo de que el genio y las facultades propias de cada pueblo den sus frutos más naturales libres de toda injerencia del estado unitario”.

Sin embargo, sin llegar a ser abiertamente optimistas en el hallazgo de una solución a la insatisfacción de una parte de la sociedad española ante la organización territorial de nuestro Estado, la experiencia viva de la historia española sugiere una hipótesis bien distinta de la mantenida por el rígido centralista que fue D. Ramón.

Podríamos empezar por recordar que la España en plenitud de los Reyes Católicos y de los Austrias distó mucho de tener una estructura política unitaria. Acorde al vocabulario político de la época, una Monarquía era un conjunto de reinos o de comunidades políticas diversas unidos en la persona del monarca, pero sobre la base de conservar cada uno su organización político-administrativa y su ordenamiento jurídico. Los elogios de algunos clásicos hacia Fernando El Católico porque “levantó Monarquía” al reunir coronas y reinos distintos bajo una misma unidad de poder, deberían tener la perspectiva de que tal reunión se hizo sin pretender imponer un patrón unitario a comunidades afirmadas históricamente como diversas. La denominación oficial de Monarquía Católica a la monarquía española de los Austrias, no solo aspiraba a expresar un título de su monarca, sino también a cobijar bajo tan universal titulación a la amplitud de reinos, estados y naciones no españoles, tales como eran Sicilia, Cerdeña, Nápoles, Milán, Franco Condado, Flandes, que se integraban en la Monarquía común. Algún historiador se ha atrevido a calificar como prefederal este sistema de articulación política, que ciertamente sigue la tradición del principado y de los reinos integrados en la Corona de Aragón.

Lo cierto es que sólo tras una guerra y la invocación del derecho de conquista sobre Aragón, Valencia y Cataluña, España se convirtió en un Estado centralizado y unitario según el modelo francés. Es razonable pensar que sea este hecho lo que de lugar a que en momentos críticos de nuestra historia (la propia guerra de sucesión, el sexenio democrático, la crisis del 98, …) surjan proyectos de reorganización política de España en forma más acorde con su constitución histórica. Y que la equivocación pueda haber residido en la tendencia, más o menos consciente o explícita, a identificar España, no ya con Castilla, sino con el aparato de poder establecido por la Monarquía al amparo de una cultura y una lengua realmente universales. Y en haber reducido la diversidad a un patrón de artificial homogeneidad impuesto desde una monarquía centralizada y rígidamente unitaria.

Sin ánimo de entrar en valoraciones conceptuales, lo cierto es que el término "nación" tiene unas raíces más emocionales que racionales, lo que añadido a su plurivocidad acaba convirtiéndolo en un ismo cuando se afirma como conciencia colectiva frente a otros. Urge racionalizar el discurso político, enfriando emociones y evitando enfrentamientos que sólo pueden superarse sobre la idea de España como realidad histórica jurídicamente constitutiva y constitucionalmente plural, compatible con la personalidad de las realidades territoriales que la integran, sea cual sea la percepción que de sí mismas tengan. En este punto, hago mío el planteamiento (expuesto con gran brillantez en una entrada del blog El jardín de las hipótesis inconclusas, que recomiendo vivamente ) de que el auténtico inicio de España como nación se produjo con la Constitución de 1812 que promulgaron las Cortes de Cádiz.
En la Constitución vigente de 1978 la vertebración territorial del Estado quedó abierta y ahora no es fácil lograr un acuerdo sobre si conviene cerrar el proceso y cómo hacerlo, en su caso, y sobre qué bases diferenciadoras o igualadoras. No será sencillo, pero se hace necesario desvincular las emociones e identidades del problema jurídico-político.

Finalizo con una reflexión de Francisco Tomás y Valiente, realizada ya en el año 1994, sobre las acciones que a su juicio deberían llevarse a cabo y cuáles no para hacer frente a la cuestión nacional/regional y a la vertebración del Estado. Señalaba Tomás y Valiente la conveniencia de “insistir en el peligro de las identidades excluyentes: toda identidad colectiva es incompleta (…) y ninguna justifica que, en su nombre, se lleven a cabo comportamientos antidemocráticos u hostiles contra la única minoría indivisible: el hombre sin apellidos”.