lunes, 25 de mayo de 2015

MISACANTANOS

Con este término de estética sonora tan cercana al medievo se refiere monseñor Sanz Montes en su carta semanal a los cuatro seminaristas que hoy domingo se ordenarán sacerdotes en la catedral de Oviedo. Es llamativo que no sea capaz de escribir sus nombres para identificarlos individualmente, aunque supongo que sus prolongadas ausencias de la diócesis no le hayan impedido tener constancia de ellos, no en vano es el responsable último del porte tan conservador, tradicional y liturgista con que desde hace ya varios años se integran en el sistema los seminaristas. La ética y la estética en estrecha consonancia con el estilo literario con el que nuestro arzobispo perpetra sus melifluas florituras literarias tan habituales.
Mi sincera felicitación a los cuatro seminaristas porque hoy asumen el inicio de una etapa más, la definitiva y quizá más importante, en la opción que libremente han elegido. La ordenación sacerdotal es un evidente motivo de alegría personal para cada uno de ellos y sus familias y, sin alharacas ni estridencias en lo institucional, también debería serlo para el conjunto de la diócesis. Pero ese sentimiento no debe alejarnos de la certeza de que la auténtica realidad de la Iglesia católica, en España y en Asturias, es que cada vez hay menos curas.

La respuesta a la falta de vocaciones tiene la fácil escapatoria de la secularización de la sociedad, del laicismo imperante, del hedonismo y materialismo de las costumbres y de la educación atea de los jóvenes. Mientras la institución sigue cruzada de brazos viviendo de nostalgias del pasado, apostando por un único modelo de ser cura y por el celibato obligatorio, cada vez es más necesario y urgente dar pasos hacia nuevos modelos de curas, desde los curas casados a mujeres sacerdotes pasando por presbíteros elegidos por la propia comunidad. ¿Puede la jerarquía eclesiástica modificar las condiciones de acceso al ministerio ordenado? Claro que puede. Otra cuestión es que el procedimiento actual se considere tan intangible como el concepto mismo de lo que es una vocación al ministerio eclesiástico. Avanzar hacia un esquema sinodal de Iglesia con otro modelo organizativo, el de una Iglesia menos centralizada que mire más al pueblo que a Roma o a la curia, una Iglesia cercana, unida, fundida con las esperanzas y necesidades de los fieles cristianos, sería interpretar el “sensus fidelium” de una parte importante de creyentes, pero hay razones más que suficientes para interpretar que el motivo del inmovilismo no es otro que mantener un poder sobre la gente, sobre los laicos, de los que la jerarquía no se fía. Existe más miedo a que la gente pida que se ordene sacerdote un hombre casado o una mujer, que a la soledad, el desprestigio y el desamparo en el que está quedando la Iglesia.

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