viernes, 22 de septiembre de 2017

BOTIFLER

Descubrí a Juan Marsé por una de sus lecturas recomendadas en la universidad de entonces y lo descubrí no por mí, sino por mi hermana, cinco años mayor que yo, cuando estudiaba Magisterio y yo andaba por el Bachillerato, también el de entonces. Aquel libro de Marsé que pululaba por casa entre la mesa de estudio y su mesilla de noche, del que me llamó desde siempre la atención su título, era Un día volveré. Sonaba a muchas cosas aquel título. Amenaza. Deseo. Certeza. Me inquietaba saber qué encerraba realmente aquel título. Lo leí al verano siguiente del curso finalizado de mi hermana, principios ochenta (recién salido el libro). Y descubrí a Julivert Mon y descubrí a Marsé y descubrí que el título encerraba todo y nada de lo que yo imaginaba, en realidad el título encerraba una falacia. Tras Un día volveré llegó a mi cesta de lector compulsivo, sin más orden ni concierto que la decisión inmediata, Si te dicen que caí y sus historias inventadas de niños, capaces de tejer una realidad a la vez alucinante y cotidiana de la España de la postguerra. Una despedida de la infancia, como el propio Marsé alguna vez reseñó.
   

Hace unos días aparecieron obras de Marsé ultrajadas en una biblioteca de Cambrils. "Botifler" ("traidor") fue una de las pintadas a rotulador negro que aparecieron a toda página en, entre otros títulos, Un día volveré. Desconozco si el autor o autora de la pintada habrá leído el libro, intuyo que no, pero ese escupitajo a la palabra (las pintadas son otra cosa distinta) da en el clavo de la falacia que descubrí cuando leí el libro. La falacia de la violencia que no esconde otra cosa que la ruptura, el abismo que separa, la venganza de la justicia. Por mal camino transita quien pretende cargarse de razones, o no que diría el clásico, desde el señalamiento del discrepante. Y si esto que aquí comparto llegaran a leerlo esos señaladores/as, permítanme recomendarles la lectura de alguno de estos dos libros de Marsé, porque en ellos podrán descubrir un mundo de ficción que narra con prosa exquisita los desencuentros entre la ensoñación y la realidad. Imagino que les suene de algo.

miércoles, 15 de marzo de 2017

UN ESTADO LAICO BIEN VALE UNA MISA

Unidos Podemos ha presentado el pasado 20 de Febrero en el Congreso de los Diputados una proposición no de ley pidiendo eliminar de la televisión pública la emisión del programa dominical que retrasmite la Misa católica. Más allá de los ecos mediáticos que sus promotores han necesitado para dar altavoz a la iniciativa, que de otra forma no hubiese pasado más allá del Boletín Oficial de las Cortes, es interesante comprobar, una vez más, la confusión interesada, el embrollo conceptual, que declaración tras declaración envuelve todo lo que se nos ofrece como camino para asaltar los cielos.

Los ponentes invocan el principio de laicidad del Estado y la necesaria neutralidad de un ente público, en este caso una televisión. En ningún caso pongo en discusión los principios invocados por los ponentes, pero sí que la política se reduzca al mero desarrollo lógico de determinados razonamientos. Entre el Estado y la sociedad siempre han existido canales de comunicación, algunos de los cuales se hacen presente de forma muy variada con una alta carga religiosa. Desdeñar esta realidad significa que este asunto es un escarceo más en el replanteamiento de las relaciones de la Iglesia católica con el Estado español que se recogen en los Acuerdos de 1979 con la Santa Sede, cuya denuncia y defensa a ultranza han generado posturas excesivamente radicalizadas en ambos campos.

La laicidad debe caracterizar al Estado, no a la sociedad. Todas las cuestiones referentes al sentido de la vida son muy personales, pero no por ello tienen por qué ser relegadas al ámbito de lo privado. La laicidad del Estado debe ser la garantía para abrir el espacio y crear las condiciones para que las diversas creencias y cosmovisiones puedan expresarse y dialogar libremente. Como sociedad no podemos vivir solamente a golpe de Boletín Oficial del Estado y de leyes. Necesitamos espacios donde germinen y se trasmitan valores, puntos de referencia para identidades personales, espacios para cultivar, de formas libres y diversas, la vida espiritual.


Se cuenta una leyenda-anécdota sobre Tierno Galván, agnóstico declarado, cuando recién nombrado alcalde de Madrid decidió mantener el crucifijo que había sobre la mesa de su despacho, aseverando que “la contemplación de un hombre justo que murió por los demás no molesta a nadie. Déjenlo donde está”. También se cuenta que Antonio Hernández Gil, que nunca ocultó su condición de creyente, dispuso la retirada del crucifijo de su despacho porque en su condición de presidente del Congreso de los Diputados debía reflejar la laicidad del Estado. estas dos anécdotas, de las que desconozco la literalidad exacta o siquiera la certeza misma de su existencia tal como se reseñan, contraponen las actitudes de una época, la Transición, hoy denigrada desde algunos ámbitos, con la política actual de los 140 caracteres y el canutazo para abrir telediarios. Sirvan ambas para que quede claro que en España así se construyó la democracia, una de cuyas conquistas es la laicidad del Estado.